Inauguramos este blog, dedicado a la Santísima Virgen Dolorosa, reproduciendo un sermón, predicado por el Reverendo Padre D. Teodoro de Almeyda, traducido a nuestra lengua por el Reverendo Padre D. Francisco Vázquez Girón y publicado en el año 1788.
SERMÓN III
De la Soledad de Nuestra Señora
Anima mea desideravit te in nocte. Mi alma te
deseó, y suspiró por ti en la noche. (Is. 26)
Si el Profeta Isaías
hubiese de subir a este lugar en la ocasión
presente, me parece que rompería el triste silencio con estas palabras suyas.
Yo no hallo otras más propias para hablar del grande objeto que os ha traído
aquí, y para excitaros a la compasión de
la Madre de Dios en su Soledad. Basta solo describir
lo que pasó en su corazón aquella triste noche, para que se enternezcan los
ánimos devotos. Ya os veo bastante compungidos y llorosos
por la muerte del Salvador. Soy testigo de que hoy
derramasteis sobre estas mismas losas, muy copiosas lágrimas, hiriendo vuestro
pecho con arrepentimiento y dolor. Ahora que venís a buscar nuevos estímulos de compunción
en la Soledad de la Señora, y renovar las memorias de aquella
lamentable noche, razón es, que favorezca a vuestras piadosas intenciones.
No hubo noche tan triste en todos los
pasados siglos, ni la habrá jamás en los futuros. Por todas partes se
hallaban imágenes fúnebres, por todas partes se había derramado la tristeza, el
espanto y el horror. Su triste silencio deja percibir en las calles de
la Ciudad los gemidos de las hijas de Jerusalén, que
lamentan la muerte del Hijo de Dios. En esas mismas calles,
en el pretorio y en el Calvario veréis aún muy frescos vestigios de
la crueldad, bárbara, impía, e inhumana: todo es sangre, todo horror, y
todo luto. Los gentiles están aterrados con los insólitos movimientos de
la tierra y las señales espantosas del Cielo. Los fariseos, unos están
llenos de susto, otros de arrepentimiento y aflicción, y otros
agitados de los remordimientos de conciencia se hallan entre la
angustia y la desesperación. Los discípulos dispersos y fugitivos; los
apóstoles escondidos, vacilantes y medrosos, en el cenáculo… ¡Oh mi Dios, quién
podrá describir lo que allí pasaba! En el cenáculo, digo, ¡a dónde se había
retirado la Virgen, después de entregar al sepulcro su amado Hijo! Me
parece que a un lado estaría el evangelista enmudecido, a otro las devotas mujeres
que habían asistido al pie de la Cruz; mas en profundo silencio:
hablaban los ojos con las lágrimas, y los corazones con gemidos, porque conservaban
en la imaginación la muerte de Jesús, y tenían a la vista la afligida
Madre.
Pues, oyentes míos, ved aquí que estamos
en otro nuevo cenáculo. A los ojos tenéis la Virgen afligidísima en
su Soledad. Razón es, que unos, como el evangelista, y otros, como las
devotas mujeres, la acompañéis en el sentimiento. Pues este es el fin
que a estas horas os congrega en este templo, procuraré ayudar a vuestra
piedad, y avivar en el modo posible vuestra compasión. Para esto me
valgo de las palabras de Isaías, y todo mi asunto será la
inexplicable pena de María Santísima en aquella noche: Anima mea desideravit te in nocte. De parte del
Hijo concurrían las admirables calidades que la hacían sumamente amable; de parte de
la Madre concurrían los dotes de la naturaleza, y los
privilegios de la gracia; de parte de la triste separación
hubo todas las circunstancias que la hicieron en extremo penosa: tres
puntos de este discurso.
Vos, Señora, de quien Jeremías
dijo que estáis llena de amargura, y el arcángel que estáis llena de gracia:
para que podamos acompañaros en la amargura, repartid con nosotros vuestra
gracia. Ave María.
PARTE I
Muerto Jesucristo y sepultado, quedó su
Madre en suma tristeza y soledad. Todo parece que de industria concurrió a
que fuese su Soledad cruelísima, bien pongamos los ojos en el
objeto de su pena, o en el corazón que la sentía, o
en la pérdida del mismo objeto, todo agrava inefablemente su dolor.
¡Oh qué tiernos, qué sentidos serían los
gemidos de aquel afligido corazón, qué viva, y penetrante su pena!
Con las rodillas en tierra, con las manos cruzadas delante del pecho, con el
rostro bañado en lágrimas, y el corazón deshecho en suspiros, me parece que la estoy
viendo ofrecer al Altísimo la inocente víctima de su corazón
con la mayor conformidad, de aquel corazón, que lastimosamente
herido, se está desangrando por los ojos. Me parece, que la oigo decir como su
Padre David: Señor, yo pongo en vuestra
presencia esta soledad que siento, y mis gemidos no se os pueden ocultar: mi
corazón está atribulado, porque me dejó el que era toda mi fortaleza, ya perdí
al que era la luz de mis ojos.
¡Ah! que esta luz, de sus ojos... esta
luz, de sus ojos… Vosotros señores, no podéis formar
concepto de lo que quieren decir estas palabras. Si llegaseis a
ver lo que siempre estaba viendo la Señora; si vuestros ojos,
gozasen de aquella bella y clarísima luz que
gozaba la Señora cuando miraba a su Hijo, entonces
pudierais de algún modo rastrear, qué dolor sería
el de esta afligida Madre, cuando perdió la luz de sus ojos. Mucho era perder su
Hijo, que era Hijo único, un Hijo de sus entrañas, que no reconocía
Padre sobre la tierra con quien repartir el amor; mucho era ser el más
hermoso entre los hijos de los hombres, y haber derramado Dios en
todas sus palabras una gracia particular con que atraía los corazones puros,
como dice el Profeta: Speciosus forma
(Sal 44.) ¡Qué robado tenía el corazón de la Señora con su trato
suave y amoroso por el espacio de treinta y tres años! ¡Aquella pasmosa
y sincera humildad en todas sus acciones! ¡Aquella profunda obediencia, con que
siendo un Dios se rendía! ¡Aquella prudencia divina en todas sus obras y palabras!
¡Oh, qué vivamente estampadas las tendría la afligida Madre! Perdonad, oyentes míos,
que yo estoy entreteniendo vuestras atenciones con lo que es menos: otros
motivos tenía la Virgen de sentir su Soledad tan
extraordinarios y grandes, que a su vista casi desaparecen los que tengo
ponderados.
Era Jesucristo la luz de sus ojos; porque en aquel tiempo feliz
(¡oh, qué breves son los alegres días!) en que gozaba de su compañía,
estaba viendo traslucir por su hermoso rostro los resplandores de su
divina gracia, de aquella bellísima luz que bañaba su alma
sacrosanta. Entonces estaba viendo brillar dentro del alma la luz del
increado divino Verbo, y las inefables luces de todo el lleno de
la Divinidad, que (como se explica, S. Pablo) habitaba en el Salvador corporalmente:
ved aquí el amable, el soberano objeto de su Soledad. Era el
alma del Hijo resplandor de la gloria del Padre, una
figura de su substancia, una viva imagen de su bondad
infinita e inefable, era un retrato vivo del Verbo Eterno, luz
criada de la luz increada, templo glorioso de la Santísima
Trinidad, y un espejo sin mancha de la hermosura divina. En este
espejo clarísimo, por un reflejo admirable estaba la Señora sin
cesar, viendo, admirando y gozando las inefables perfecciones de su Hijo y su
Dios, y todo esto le quitaron cuando perdió la
luz de sus ojos.
Dice San Pablo que los Ángeles del Cielo
estaban como suspirando con ansia por ver a lo lejos la hermosura del
Hijo de Dios: In quem desiderant Angeli prospicere. (Sal.7)
Considerad, ¡cuánto más lo desearía la Virgen, habiendo gozado
tan de cerca treinta y tres años de esta dichosísima vista! ¡Con qué ansia
diría en esta noche: Anima mea desideravit
te in nocte! El mismo Padre Eterno miraba con suma complacencia
esta obra perfectísima y primorosa de las divinas manos en la Encarnación:
más de una vez llegó a decir este es mi Hijo amado, en el que me
complací sumamente. ¡Cuántas veces lo diría la Virgen Madre! ¡Pero ha
perdido este Hijo!
¡Qué pasmosas y extrañas circunstancias concurrirían
en este único objeto de la Soledad que sentía la Virgen!
Jesucristo era Hijo de sus entrañas, y conocía esta Señora todas sus
bellas cualidades: era el dulcísimo Esposo de su alma, y conocía sus
inefables perfecciones; era el Dios de su corazón, y conocía sus
divinos atributos. Le amaba como a Hijo, le estimaba como a Esposo, y
le adoraba como a Dios. Pero de un golpe perdió Hijo, Esposo y Dios.
¡Qué golpe tan terrible!
¿Es posible, Señor, que con vuestra
misma mano deis un golpe tan profundo y penetrante en tan inocente corazón? ¿En
un corazón que os ama tanto, y en un corazón que así merece vuestro amor? ¿Tratáis
con tanto amor y (permitid que así lo diga) con tanto cariño a vuestros
enemigos, que ellos mismos, se quedan atónitos y fuera de sí, y
en fuerza de la suspensión se pasman de vuestra inefable
bondad, y al mismo tiempo tratáis con tanto rigor a la Madre de vuestro
Santísimo Hijo? ¿Pero quién soy yo, Señor, para entrar en vuestros consejos? Venero
los profundos juicios de vuestra sabiduría, y puesta la boca en
tierra confieso que son santos, rectos y justos todos los pasos de vuestra
inefable Providencia. Veo, admiro y adoro.
PARTE II
Pedía Dios, oyentes míos, a la
Virgen un sacrificio grande y heroico que le diese más gloria
que los de todos los Mártires, de aquellos Héroes de la
Fe, que por el dilatado espacio de los venideros siglos se habían de
ofrecer como agradables víctimas. Por esto dispuso que el sacrificio de la
Señora fuese el golpe más penetrante y más cruel el dolor, para que su mérito y
valor fuese más grande. ¡Admirable modo de obrar de la divina
Providencia! Ama con infinito amor a su Unigénito Hijo, y le dio un cuerpo a
propósito para padecer el rigor de los tormentos, como dice el Apóstol: Corpus autem adaptasti mihi. (Heb. 10).
Ama a la Santísima Virgen con un amor inexplicable,
y la da un corazón delicado, propio para sentir una cruel Soledad con
la muerte de su Hijo. De suerte, que aquel mismo Señor, que formó especial
cuidado, y clavó en el pecho de cada uno de los
mortales los corazones: Qui fixit singilatim corda
eorum (Sal. 32), formó con Providencia especial el corazón de la
Virgen como convenía a las divinas intenciones.
Allí sacó de los
tesoros de la naturaleza la compasión y
ternura de que la dotó; la ternura era tanta, que
mejor que el Santo Job podía decir, que desde su infancia había crecido con la
Virgen, y que ya la había sacado de las entrañas maternas: Quia ab infantia crevit mecum miseratio (Job. 31) Nacía
para ser Madre de pecadores, nacía como mejor Esther, para
mitigar la ira del Rey divino. ¿Ved qué ternura y qué
piedad la daría el Señor? ¡Qué sensible sería aquel corazón, qué
delicado para dejarse penetrar y herir, aún con los males ajenos! Pasmaos,
Cielos, y compadeceos con amor vehemente. Ángeles del Señor; porque sobre
este corazón que Dios hizo de propósito tan tierno y delicado descargó hoy
el brazo Omnipotente tan pesado golpe. Juzgad ahora, ¡cuál sería su dolor!
A los dotes de la naturaleza
añadid los de la gracia, y hallaréis nuevos
motivos de pena en la Soledad de la Virgen. El
Señor la dio la honra inefable de ser Madre
de aquel Dios, que después de haberle puesto en sus brazos
ensangrentado y muerto se le arrancaron para sepultarle. La concedió innumerables
privilegios, que la elevaron a ser superior a todas
las Jerarquías de los Ángeles, pero estos privilegios se los ha de
merecer su Hijo con una muerte cruel y afrentosa; la comunicó un amor
sobrenatural intensísimo, amor, que fue la prenda
y la joya de los Desposorios con el Espíritu Santo; amor,
que desde el primer instante de su vida crecía con mas presteza, que
el voraz incendio de una llama en la materia bien dispuesta; amor
digno de la gratitud de la Señora, del título de Madre de Dios,
y de los méritos de su Hijo que eran infinitos; pero todo
este amor se convirtió en una sentida Soledad. Ved aquí cómo los
dotes de la gracia agravan inexplicablemente el dolor de María
Santísima, y cuánto más liberal ha sido Dios con la Señora, tanto
su Soledad es más cruel.
¡Qué dulce es el afecto del amor divino,
cuando el alma está en posesión de Dios! ¡Pero qué terribles efectos
hace en el corazón, cuando el alma siente su ausencia! A la verdad,
oyentes míos, que el corazón se conmueve dentro del pecho, solo al oír las palabras de
la Señora en los Cánticos, cuando se lamenta, de que amando
excesivamente a su Hijo, no podía gozar de su amable compañía. De
noche, dice la Señora, busco al que únicamente ama mi alma, le
busqué, y no le hallé: si vuelvo mis ojos al Cenáculo todavía veo vestigios
de las prodigiosas finezas que obró mi Hijo por los hombres, y por esta
esclava suya; pero no veo a mi Hijo: si miro a las calles de Jerusalén, al
Pretorio y al Calvario, veo la sangre derramada de mi Hijo,
pero a él no le veo: si me vuelvo a la Cruz, a aquel patíbulo
afrentoso, aun sacrificándome a una vista tan dolorosa, no le veo: si le busco
en el Sepulcro, una grande piedra me le oculta, y no veo a mi Hijo: le amo con
toda mi alma, le busco sintiendo una Soledad igual al amor que le
tengo, mas no le hallo. Ved, Señores, ¡cuál sería su dolor!
Entonces con su pensamiento penetraría
hasta los abismos para ver a su amado, a lo menos con los ojos de la consideración.
Allí le estaba viendo anunciar a los Patriarcas Santos las verdades eternas, ¡y
con cuánta ansia, con qué ímpetu, con qué vehemencia desearía
gozar de su suave compañía! David compara su alma a una ave que se
libertó de los lazos en que querían prenderla, y yo, si hubiera de hacer una imagen
sensible de una alma, que siente la Soledad que la hace
un objeto que ama, y está viendo a lo lejos, me valdría de la comparación de una
ave, que está presa en el lazo, que hace esfuerzos, bate las alas, va a dar
vuelos, y en fin no puede tener sosiego, y los ojos, los deseos, y corazón esta
los tiene adonde está el objeto que apetece. Así se me figura todo corazón
afligido en las circunstancias que ya dije. Juzgad ahora vosotros el ansia con
que la Virgen desearía acompañar a su amado Hijo, ¡al que con los
vivos ojos de su fe, miraba en compañía de los Santos
Patriarcas. Quisiera yo, diría con Jacob, bajar hasta los infiernos por ver a
mi Hijo. Mucho lo desearía, mas no se concedió este desahogo a la
Soledad que sentía.
Cuánto más imposible la era a la
Virgen Madre acompañar al alma sacrosanta de Jesús, más crecía
su pena. Quería suplir la compañía Real del Hijo
con la continua memoria, pero esa misma memoria era
como la vida y el alma de la Soledad que sentía la Señora;
¡terrible circunstancia!
PARTE III
El mayor alivio de un alma
justa en cuantas aflicciones puede padecer, es acordarse de Dios:
tanto, que decía David, que cuando su alma sentía tedio al mismo consuelo, si
se acordaba de Dios, quedaba alegre y consolado. Lo contrario sucedía
en la penosa Soledad de la Virgen; cuanto más se
acordaba de Dios, más huía de su corazón el consuelo;
porque estarse acordando, y no viendo, era un incentivo continuo de la amargura
de su Soledad. Bien podía decir con el Profeta, mis lagrimas fueron mi sustento de noche y de día,
cuando yo me preguntaba a mí misma, ¿dónde está
ahora tu Dios?
Con razón, Señor, os lamentabais por Jeremías, que
era perpetuo vuestro dolor, pues era perenne vuestra memoria, y era incurable
vuestra herida, porque el mismo Hijo que la podía sanar, era el que más la agravaba: Factus est dolor meus perpetuus, et
plaga mea desperabilis, renuit curari, (Jer. 51)
Un consuelo, si la fuese
permitido, desearía mucho la Señora, y era conservar en sus amorosos
brazos el sacrosanto cadáver. ¡Oh, cuántas veces suspiraría por dar reverentes
ósculos en aquellas traspasadas manos, y poder unir tiernamente su
rostro lloroso al santo Costado abierto! ¡Cuántas quisiera estrechar con su
amante pecho a su difunto Hijo! Es verdad que estaba difunto; mas era Hijo: no
gozaba de la presencia de su alma bendita, pero tenía en
sus brazos el sacrosanto Cuerpo, que era a lo menos la caja de
aquel preciosísimo tesoro: mucho lo desearía, y con grandes ansias, pero ya
todo se la negaba para que fuese su Soledad más cruel: pues no
solo la malicia de los Judíos la martirizó el corazón, sino
que hasta la piedad de los Discípulos concurría para su
tormento. ¡Quién lo dijera! No solo las injurias de la muerte,
avivaron su dolor, sino que también conducen para la Soledad que siente,
las honras de la sepultura.
Entonces su misma Soledad
la pintaría en la imaginación aquel doloroso tiempo en que le
tuvo en sus brazos: Vos, mi Dios y Señor, visteis con cuantas
lágrimas se estaba representando a sí misma aquel tiempo, en que colocado su
difunto Hijo en su regazo, le sustentaba con el brazo
izquierdo la sacrosanta cabeza, pálida, pendiente y exangüe: cuando
estaba viendo y buscando en aquel semblante deshecho y
lleno de sangre el hermosísimo rostro de su Hijo, y no le
hallaba: cuando con su propia mano le cerraba los ojos, aquellos ojos
vidriados y amortecidos: cuando con grande pena iba; con tímida
y compasiva mano sacando poco a poco la corona de espinas:
por último, cuando veía de cerca el sagrado pecho cruelmente rasgado,
y correr la sangre aún tibia sobre sus vestidos. ¡Oh, qué consideración
tan dolorosa sería esta! Sin duda, que al renovarse este paso en su memoria, un
nuevo dolor atravesaría su alma: estos son los tristes efectos de consuelo
que esperábamos: ved como el mismo remedio de la herida agravaba
más su sentimiento: Plaga mea desperabilis renuit curari.
En esta angustia, llevada de su
amor y Soledad, ya que no era permitido tener en los brazos el sagrado
Cuerpo, se volvería a adorar las sacrosantas reliquias, que del difunto
Hijo la quedaban: ¿con qué devoción y reverencia tomaría los
instrumentos de la tiranía Judaica, y buscaría en ellos consuelo para
su amarga Soledad? ¿Quién pudiera imaginarlo, cuando esto era
para la Señora consuelo y alivio, cuál sería su dolor? Si esta vista se buscaba
como desahogo, ¿cuánta sería la aflicción de la Soledad que sentía?
Besaría bañada en lágrimas los duros
clavos y la Corona de espinas, que su Hijo había
tenido en la cabeza; mas al besarlos... ¡Oh Dios! ¡Y qué no padeció su
alma! Veía sus mismas manos teñidas en la inocente sangre que había
dejado en ellas el cadáver ensangrentado de Jesús, y adoraba con suma
Religión el sagrado precio de nuestro rescate, precio también de los
privilegios de la Virgen. Veía esta divina sangre derramada por las
calles, y que la pisaban los judíos; y quisiera, si posible fuese
recogerla dentro de su corazón.
Si esta sangre se hubiera vertido
como la del Huerto con sola la fuerza de la aflicción,
todavía sería una vista sumamente penosa para la Virgen Madre; pero el
haber sido derramada con tan atroces culpas, y tanta injuria de Dios
era una circunstancia, que más que todas las otras hería cruelmente su alma:
ved aquí como el corazón de la Madre de Dios está herido
con el mismo alivio, que se procura para el sentimiento de su Soledad: Plaga mea desperabilis renuit curari.
Mas ya podéis consolaros, oh
Madre de Dios, ya podéis consolaros, pues nuestro Dios
saca grande gloria de la misma muerte
afrentosa de su Hijo y vuestro. Los hombres con esa muerte quedaron
rescatados, y su salvación eterna podrá servir de alivio a vuestro
dolor. Ya son Hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, y
lavados con tan divina sangre, son sus vivas imágenes. Aquí tenéis, pues,
Señora estos hermanos de vuestro Hijo, y retratos suyos, con que
mitigar el justísimo sentimiento de la Soledad, que os hace Jesús. Mas,
¡oh noche sumamente dolorosa, en que las mismas mercedes del Cielo concurren a
crucificar del todo el corazón inocente de la Virgen! La misma divina
luz que la manifestaba la salvación de muchos
hombres, la mostraba al mismo tiempo la
ruina de otros muchos. Cuanto dijeron los Profetas del futuro
estado de la Iglesia, se la presentaba aquella noche a su
alma; entonces, más que nunca vio la fuerza de las
palabras de Simeón, que había oído en el Templo.
Acababa de ver cumplida una parte de la Profecía, esto es, que
su Hijo sería el objeto de contradicción, y en la muerte
desgraciada de Judas empezaba a verificarse el cumplimiento de
la otra parte, que decía, que había
de ser ruina, para muchos en Israel; esta
circunstancia por sí sola la era más sensible que todas las demás
circunstancias de su penosa Soledad. Se miraba sin su Hijo,
y conocía, que aún perdiéndole, como le había perdido, no bastaba eso para
que todos se salvasen. Veía que Dios había muerto por los hombres; y al mismo
tiempo para la mayor parte de ellos era como si no hubiera
muerto: veía que toda la sangre de su Hijo se había derramado para quitar
los pecados del mundo, y veía también, que derramada la divina
sangre, había de durar en muchos el reino del pecado: ved como se va
descubriendo cada vez más profundo el golpe del corazón de la Virgen; y
que al curar esta herida, se manifiesta más su crueldad, quedando,
como la Señora decía, su llaga sin cura, y perpetuo su dolor: Factus est dolor meus perpetuus, et plaga
mea desperabilis renuit curari.
Ved, oyentes míos, si puede
haber Soledad más cruel que la de la Señora en esta triste
noche; pues además de ser sumamente excesiva por el objeto que había
perdido, y aún más sensible por la ternura de su corazón,
por los beneficios que la obligaban, y por el amor casi infinito
con que amaba a su Hijo, acompañaban esta pérdida todas las circunstancias
que la podían hacer más penosa e inconsolable.
Pero la Madre de Dios
no cesa de manifestarnos la Soledad que siente su alma en
esta triste noche: Anima mea desideravit te in
nocte; de nosotros se quejaba por Jeremías, de que oyendo sus gemidos,
no hay quien la consuele: Audierunt quia
ingemisco ego, et non est qui consoletur me: luego podemos darla consuelo:
sí, hermanos míos.
Escrito está que las lágrimas del
pecador alegran todo el Cielo, ¡cómo no han de alegrar a su Reina!
Concurrid, Señora, y afligida Madre para el consuelo que nos pedís, que
entonces vuestro Hijo no será ocasión de ruina para tantos, y será la resurrección
de muchos más.
Oyentes míos, no lavéis vuestras manos
como inocentes en la sangre de este sacrilegio; no echéis a
los Judíos toda la culpa de la muerte de Jesucristo, y
del martirio de la Señora; nosotros somos los verdugos, mucho me
cuesta el decirlo, pero es verdad; nosotros somos los verdugos que crucificamos
al Hijo, y martirizarnos a la Madre. Perdonad si os penetro el
corazón, pues también a mí mismo me estoy hiriendo: soy pecador como vosotros;
bien que no habla aquí el pecador, no habla el hombre, sino el Ministro
del Evangelio, como órgano del Espíritu Santo; la misma Religión es la
que habla.
Hermanos míos, no podemos negar las
injurias que cada día hacemos a la sangre de Jesucristo, y a la memoria de su
Pasión; no podemos negar que las sagradas máximas del Evangelio, firmadas
con la divina sangre han llegado entre los hombres a tal desprecio,
que se reputan cuando mucho, como una política de segundo orden; y
solo merecen la atención cuando vienen con las máximas del mundo, o
no las contradicen. La Ley santa del Señor debe ser un muro insuperable
que nos separe del infeliz reino del pecado, mas hoy se ve derribado por tierra,
y apenas se conservan vestigios que distingan el distrito de Dios
del de sus enemigos; de aquel infeliz distrito adonde nos
pasamos cada día, porque cada día pecamos. La Cruz de Jesucristo
se nos atraviesa delante para impedirnos, y el mismo Jesucristo crucificado en
ella, nos quiere detener. Los sagrados Misterios de nuestra Religión
se oponen cuando queremos pecar, y traspasar los límites que nos
permite la Ley de Dios; es preciso pasar sobre la Cruz de Cristo,
y la divina sangre para dar un paso al camino de la maldad;
con todo eso pecamos, caminamos y corremos libremente por el camino de la perdición:
¿podrá ver la Madre de Dios estos desórdenes con ánimo
tranquilo, y corazón desahogado? Estas enormidades, simplemente referidas causan
horror en vuestros ánimos; ¿cómo no le han de causar en
el de María Santísima cuando las está viendo? ¡Oh, cuánto la hemos
martirizado principalmente en aquella noche, en que viendo a los Judíos
pisar la sangre de su Hijo, esperaba consolarse viéndole
adorado de los Cristianos! ¿Y todavía os queréis justificar en
presencia de la Virgen? ¡Locura extraña! Para correr ciegamente en el
camino de la iniquidad, cerrábamos los ojos, y nos parecía que así cubríamos
los de la Virgen: y con los continuos remordimientos, traíamos ya el corazón
como el de Nabal, insensible, muerto, y como de piedra: Mortuum est cor ejus intrinsecus, et
factus est quasi lapis, (I Reg. 15): y así pensábamos, que también haríamos
insensible y duro el tierno corazón de la Santísima Virgen.
Esto no puede ser de otro modo, oyentes míos:
o habéis de negar a la Señora el conocimiento que tenían los Profetas, o si le
tiene, la habéis de dar un corazón insensible y bárbaro como
el de los impíos, y un alma perversa como la de aquellos
que no abominan la iniquidad, o es preciso confesar que
vosotros la atravesasteis su amoroso corazón la noche de su amarga
Soledad, pues ya entonces la dio Dios a conocer vuestros desórdenes.
¡Oh mi Dios! quién me concediera poder
llenar de santo horror los corazones de aquellos que entre mis
oyentes han sido disimulados verdugos del corazón de vuestra Madre.
¿Pero qué más puedo hacer? Bastante he predicado a los oídos, y solo Vos les podéis
predicar al corazón: Mucho, Señor, os he deseado esta noche: Anima mea desideravit te in nocte;
porque solo Vos podéis sacar de la piedra del corazón humano
lágrimas de compunción, que consuelen a vuestra afligida
Madre. Venid, Señor, a socorrerme; vuestra Madre se halla en grande pena; lo
mismo os pido que nos mandáis: Gemitus
Matrts tua, ne obliviscaris, no dejéis de atender a sus gemidos, hablad al corazón de mis oyentes para
que la consuelen con lagrimas de dolor y arrepentimiento,
mientras yo les predico a sus oídos.
En esto, hermanos míos, tengo puesta mi
confianza de que habéis de consolar a la Madre de Dios. No pido lágrimas de sensible
ternura, sino las de un serio arrepentimiento de vuestras almas. Ya veis
el lastimoso estado a que está reducido el corazón de aquella amorosa
Madre, si vuestra crueldad no está satisfecha de sangre inocente, aquí
tenéis el cuerpo de su Hijo, el corazón de la Madre,
proseguid en las ofensas, con que de un golpe quedaron los dos
heridos. Sabed, que la ofensa contra Jesucristo es una aguda saeta
que traspasa el corazón de la Virgen. ¿Mas con quién estoy hablando?
No, oyentes míos, no os considero tan duros: basta ya de crueldad; tiempo
es de remediar el daño, y curar las heridas que habéis hecho en el corazón
de María Santísima.
Perdón, ¡oh Madre de Dios!, perdón:
por este mismo dolor concedednos el perdón, pues confesamos la culpa, y
protestamos la enmienda. Perdonadnos, Señora, que ignorábamos lo que hacíamos;
fue ceguera y falta de reflexión: desde ahora no más ofenderos, ni más
pisar la sangre de vuestro Hijo y nuestro Dios. Enjugad ya
vuestras lágrimas, en cuanto os las causan nuestras culpas. Pues si las
nuestras os consuelan, ya las vertemos del corazón; en adelante, Jesús vivirá
en nosotros, y nosotros en Jesús. No es posible impedir ya su Pasión y Muerte:
pero resueltos estamos a aprovecharnos de su muerte. Consolaos, que
con su gracia no se perderá la sangre que derramó por nosotros:
siempre adoraremos y estimaremos el soberano precio de nuestro rescate:
interceded con vuestro Hijo, para que también nos perdone, pues también está
ofendido, y en tanto que le pedimos misericordia, acompañad con vuestras
lágrimas nuestros clamores. Amén.