Ved al pie
de la Cruz, pálida, yerta,
a la que
es de los cielos la hermosura,
transida de dolor
y casi muerta,
y el alma
sumergida en la amargura.
Allí, como una roca
combatida
de recias y
violentas tempestades,
a su Hijo ve
morir, dando su vida
por destruir del
hombre las maldades.
Y ve correr de su
costado abierto
la sangre y
agua con que lava al mundo;
ve su divino
rostro inmóvil, yerto,
y es presa de un
dolor sin par, profundo.
De los santos
varones ya tranquilos
al cadáver recibe
entre sus brazos:
entonces
fue la espada de dos filos
la que hizo
¡fiera! el corazón pedazos.
Contempla entre
sus manos apoyada
aquella santa y
virginal cabeza,
herida y con
espinas traspasada,
y le espanta del
hombre la fiereza.
Lloró sobre aquel
cuerpo destrozado,
porque vio del
pecado la malicia;
lloró la ingratitud
del desalmado,
que así
provoca la eternal justicia.
Hijo del alma,
encanto de los cielos,
¿eres Tú aquel
portento de hermosura,
el que calmaba
todos mis desvelos
y llenaba mi pecho
de ventura?
¿Eres Tú el que en
Belén con gozo tanto
vi nacer de mi
seno venturoso,
por quien el ángel
con alegre canto
la paz al
mundo daba presuroso?
¿Eres Tú el bello
infante que en el templo
brillaba con
divinos resplandores,
de saber y virtud
siendo el ejemplo,
confundiendo la luz
de los doctores?
¿Eres Tú el que
los cielos y la tierra
hizo a su voz
brotasen de la nada,
el que da vida a
cuanto el mundo encierra,
por
quien la luz del día fue formada?
Aparta, Virgen Madre,
esos tus ojos
de esa escena de
sangre aterradora,
porque el cielo se
muestra hoy con enojos,
y ni a Ti, triste
Madre, escucha ahora.
¡Quién
pudiera, María, consolarte
en tan honda
agonía y sufrimiento!
¡Quién las
lágrimas puras enjugarte
en aquel triste y
hórrido momento!
Mas ¡ay! Madre
afligida y dolorosa,
que
yo la causa fui de tu amargura;
yo con mis culpas
di muerte afrentosa
al Dios que por mi
amor te hizo tan pura.
Ten, pues, piedad
de mí, Virgen sagrada,
y ofrece tus
dolores infinitos
por mi perdón, no
sea yo contada
en la turba
infeliz de los precitos.
Tú, que ves mi
dolor, sé Tú mi guía;
muera yo para
siempre ya al pecado:
alcánzame el perdón,
¡oh Madre mía!
Por amor de Jesús
crucificado.
Este poema,
recogido en el libro “Poesías a la
Santísima Virgen María”, fue publicado en Madrid en el año 1864.